viernes , 10 octubre 2025

Carta del obispo de la Diócesis de Sigüenza-Guadalajara: ‘Bienaventurada la Virgen María del Pilar’

Queridos hermanos en el Señor: Os deseo gracia y paz.

El año 40 del siglo I, Santiago el Mayor, hermano de san Juan e hijo de Zebedeo, anunciaba el Evangelio en España. Llegó a Zaragoza, predicó y, entre los convertidos, eligió como acompañantes a ocho hombres, con los cuales trataba de día del Reino de Dios, y por la noche, recorría las riberas del Ebro para descansar.

En la noche del 2 de enero, Santiago se encontraba con sus discípulos junto al río cuando oyó voces de ángeles que cantaban y vio aparecer a la Virgen Madre de Cristo, de pie sobre un pilar de mármol. La Virgen María, que aún vivía en carne mortal, le pidió al Apóstol que se le construyese allí una iglesia, con el altar en torno al pilar donde estaba de pie y prometió que “permanecerá este sitio hasta el fin de los tiempos para que la virtud de Dios obre portentos y maravillas por mi intercesión con aquellos que en sus necesidades imploren mi patrocinio”.

Con la venida de la Bienaventurada Virgen a Zaragoza comenzó a crecer el testimonio de Jesucristo, edificado a partir del pilar, como fundamento de una nueva construcción cuyos materiales serían en adelante la fortaleza en la fe, la seguridad en la esperanza y la constancia en el amor.

Desde aquella venida, y en torno a la devoción a la Virgen del Pilar, han sido enjugadas muchas lágrimas, ha comenzado a perder su aguijón la muerte, se ha desteñido el luto, y han sido vencidos el llanto y el dolor, porque una situación antigua, denominada sencillamente “lo de antes”, ha pasado. La venida de la Virgen fue la concreción más elocuente de la palabra que pronunció Dios: “Todo lo hago nuevo”.

La maternidad de María se hizo de nuevo fecunda en nuestra tierra. El Espíritu Santo por medio de la Virgen, dio a luz a Jesús en los caminos atravesados por la tiniebla y la incredulidad.

Julián Ruiz Martorell

Reconocemos que también nosotros, como Santiago apóstol, y los testigos de la primera hora, nos dejamos vencer por la tristeza y el desaliento, experimentamos un desarraigo respecto de la historia de nuestra misión como evocación del amor que enamoró nuestro corazón.

También en nuestra época la fe y el amor languidecen sin el fuego de la esperanza. Por eso, reconocemos que hemos de arraigar permanentemente nuestro corazón en la sabiduría y en la fuerza del Pilar. Para ello necesitamos ser expertos en los caminos y en las huellas del Señor, orientados por el mapa de su Espíritu.

Recibid mi cordial saludo y mi bendición

Julián Ruiz Martorell, obispo de Sigüenza-Guadalajara

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