domingo , 19 mayo 2024

La Valse, de Raimund Hoghe: una experiencia hermosa y perturbadora.

Con la eclosión de las vanguardias artísticas en el periodo de entreguerras, y por lo que atañe específicamente a las artes escénicas, entró en crisis el concepto mismo de representación. Desde entonces el teatro y la danza contemporáneos se debaten en esta disyuntiva: atender a la “realidad representada” o a la “realidad de la representación”. Quienes se alinean con la primera opción aceptan el pacto ficcional y defienden que el cuerpo del actor (sus gestos, sus movimientos, sus palabras …) es signo, es decir, expresión de los significados de un contenido preexistente; para los segundos, con Meyerhold y Grotowski a la cabeza, el cuerpo del actor, su corporalidad, -para decirlo con palabras de Erika Fisher-Lichte– se manifiesta específicamente como materialidad, como presencia.

Pese al esfuerzo de numerosos y destacados autores y directores de escena, desde Antonin Artaud o Gordon Craig a Robert Wilson no ha sido precisamente en el ámbito del teatro donde esta segunda tendencia ha gozado de mayor desarrollo y predicamento, sino en la danza o en otras manifestaciones más específicas de las artes escénicas como la performance o la danza-teatro (Tanztheater), que despojadas de la “rémora” del texto permite al espectador aparcar provisionalmente la obligada, onerosa y a veces estéril actividad de desciframiento y abandonarse a las sensaciones.

Desde este punto de vista, el espectáculo de Raimund Hoghe que comentamos resulta paradigmático. Con una depurada técnica, tributaria de ciertas formalizaciones del gesto y del movimiento originarias del teatro oriental (“noh”, “kabuki”,…), de los trabajos de Pina Bausch y de la técnica del “slow motion” (desarrollada entre otros por Robert Wilson), las diversas y variadas coreografías que integran el espectáculo están enderezadas sobre todo a potenciar lo corporal-sensible. A partir de esa experiencia con la materialidad del cuerpo en movimiento, que pareciera a veces ser un mero objeto de nuestra actividad contemplativa, y catalizadas por el poder evocador de la música se suscitan en el espectador toda suerte de asociaciones, ideas, emociones y recuerdos, que se traducen en una rica y estimulante experiencia estética.

El sonido de fondo de algunas escenas: oleaje, ruido de helicópteros, voces de inmigrantes interpelados por la guardia costera; la coreografía central del espectáculo, con Raimund Hoghe tumbado boca abajo simulando nadar mientras escuchamos La valse, de Ravel o las mantas con las que aparecen arropados, ateridos, los bailarines en algunas escenas nos hacen pensar en el tremendo drama de la emigración. Sus secuelas de pérdida, miedo, soledad, ausencia o muerte parecen impregnar el tratamiento escénico y coreográfico que da Raimund Hoghe a la, por otra parte, alegre, desenfadada, optimista percepción que asociamos al baile de salón que más popularidad ha gozado desde finales del siglo XVIII y cuyo desarrollo ha dado lugar a una innumerable variedad de ritmos, tonos y acentos.

Son casi tres horas de un interminable desfile de conocidas melodías que pueblan nuestro imaginario colectivo (desde la suntuosidad del Danubio Azul a la honda emoción lírica de Cuando florecen los cerezos (Als geblünt der Kirschenbaum), pasando por el trepidante ritmo del Valse a mille temps, la sensualidad de Barcarola o el coqueto y pegadizo Chim Chim Cher-ee de Mary Poppins; en todos los casos proponiendo interpretaciones que rompen con el canon, mediante la parodia o la aplicación de una estética minimalista, y que alientan una redefinición del tempo, el ritmo y la dirección e intensidad del movimiento de los bailarines. A veces el foco se pone en el mero desplazamiento, en la dinámica perfecta del pie flexionándose manteniendo un equilibrio inestable sobre los tacones, otras en un ligero estremecimiento de las extremidades que se convierte en el epicentro del “tsunami” que agitará el cuerpo entero en libertad del bailarín entregado a la danza, otras en tenues balanceos, en el hieratismo de las poses o en la sincronía y lentitud del movimiento. Todo, incluida la impúdica exhibición del torso deforme del propio director del montaje, constituye un reto a los cánones estilísticos y de la belleza corporal reconocidos como patrones culturalmente aceptados y que desencadena en el público un torrente de sensaciones y emociones contrapuestas y convierten la actuación en una experiencia hermosa y perturbadora.

Gordon Craig, 15-X-2018.

Ficha técnico artística:

Concepto, coreografía y escenografía: Raimund Hoghe.

Colaboración artística: Luca Giacomo Schulte.

Bailarines: Marion Ballester, Ji Hye Chung, Emmanuel Eggermont, Raimund Hoghe, Luca Giacomo Schukte, Takashi Ueno y Ormella Ballestra.

Piano: Guy Vandromme.

Madrid. Teatros del Canal. Sala Negra.

28 de octubre de 2018.

Acerca de Gordon Craig

Ver también

‘Tu mano en la mía’, de Carol Rocamora: “… Y nadaremos por el Volga como dos esturioncitos”

Se cuentan por centenares las cartas que se intercambiaron el dramaturgo Anton Chèjov y la …

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.