viernes , 8 noviembre 2024

‘El gran teatro del mundo…’, de Pedro Calderón de la Barca: “/Seremos, yo el Autor, en un instante,/ Tú el teatro, y el hombre el recitante/”

Pródigo en obras, tanto como en años, pues murió a los 81, Calderón, siguiendo los pasos de Lope de Vega, pero desde unos presupuestos vitales, temperamentales y estéticos diferentes, contribuyó con el primero a la renovación de la escena nacional, elevándola a cimas que probablemente no han sido superadas. Y no hay asunto, ya sea de la tradición literaria o del conjunto de preocupaciones que inquietaban a sus coetáneos, tanto temas sacros como profanos, que no abordara en sus obras ni género que no cultivase: la comedia, en la estela de Lope, comedias costumbristas o históricas como El alcalde de Zalamea o El príncipe constante, comedias filosóficas como La vida es sueño; dramas trágicos y de honor; zarzuelas, entremeses, etc., amén de comedias de tema religioso o mitológico, y lo que constituye su más genuina aportación al teatro: los autosacramentales, como El gran teatro del mundo.

El gran teatro del mundo

Emblema y paradigma de la extendida concepción barroca de la vida como teatro (Theatrum mundi), es decir, del mundo como un lugar al que venimos cuando nacemos a representar un determinado papel, cuyo desempeño será juzgado tras la muerte por el Hacedor, El gran teatro del mundo es una hermosa alegoría, una representación de carácter didáctico que acorde con el precepto clásico de “enseñar deleitando” traspone algunos de los dogmas y conceptos más abstrusos de la ortodoxia católica (como el libre albedrío, la culpa, el arrepentimiento, el Juicio Final o las Postrimerías) a seres de carne y hueso o a imágenes plásticas fácilmente comprensibles para un público como el de la época necesitado de alimento espiritual y de diversión. Además de todo eso, o quizá en principalísimo lugar, El gran teatro del mundo es un prodigio de versificación y de construcción dramática que ha tentado y sigue tentando a múltiples directores de teatro a lo largo de la historia.

El montaje de Lluis Homar, arranca con una rutilante, triunfal, aparición del Autor envuelto en nubes de espesa bruma y precedido de un brioso redoble de tambor de clara filiación circense. Un andrógino con gesticulación y ademanes de histrión -cuya indumentaria colorista y estridente, el bastón de mando, la entonación enfática, solemne, y el ampuloso fraseo recuerdan a un maestro de ceremonias-, reivindicándose ante el Mundo como Autor Soberano y mostrando su voluntad de hacer una fiesta: “pues soy tu Autor y tú a mi hechura eres / hoy, de un concepto mío / la ejecución a tus aplausos fío.” Tras un entusiasta monólogo de carácter doctrinal del Mundo recordando a la audiencia pasajes fundamentales del Antiguo Testamento, ante la atenta mirada del Autor entran los personajes llamados a representar los papeles que de antemano eéste les tiene reservados.

Se trata de un grupo variopinto de hombres y mujeres del común sorprendidos por lo singular de la convocatoria y a quienes sólo une una actitud entre festiva y perpleja y una disposición favorable a participar en el juego. Su indumentaria, sus caras de asombro, de candor, casi, con el que se disponen a disfrutar de su pequeño momento de gloria nos recuerda a los “seis personajes en busca de autor” pirandelianos que irrumpen en la sala de ensayos del teatro a exigir al director su cuota de protagonismo.

Sólo que aquí son siete, que van a ir recibiendo, de mejor o peor talante, el papel que el Autor les tiene reservados: El Pobre, el Rico, el Niño, el Labrador, la Hermosura, la Discreción y el Rey. Una vez que han ido recibiendo de manos del Mundo los atributos que han de servir para caracterizar su personaje entraremos en las siguientes etapas del desarrollo de la acción: primero la comedia de la vida, la convivencia terrenal, siempre observados a distancia por el Autor, durante el tiempo que cada uno tiene tasado; luego su entrada en el reino de las sombras donde serán despojados de los signos y distintivos de su papel, y por último su presencia ante el tribunal que habrá de juzgar sus obras para condenarlos o salvarlos permitiéndoles gozar junto al Todopoderoso del banquete eucarístico de los bienaventurados.

Como se ve, toda una conjunción de elementos simbólicos que sirven al texto en un infrecuente y meritorio ejercicio de coherencia artística: el vestuario de extrema sencillez y eficacia, la banda sonora  -percusión en directo a cargo de Pablo Sánchez con partitura de Xavier Albertí– y una escenografía, sencilla, despojada, con un único momento de concesión a la espectacularidad en la escena del Juicio Final. Espléndida, sin paliativos, la dirección de actores y el movimiento escénico y un no menos ponderado trabajo de actuación del conjunto del elenco, empezando por una dicción y un fraseo impecables, una incorporación sin esfuerzo aparente de los versos de Calderón que confiere al habla de los personajes un raro estatuto de naturalidad, desde Ley de Gracia (Chupi Llorente) en sus contadas intervenciones como traspunte hasta el Autor (sobrado Antonio Comas) que es el único que se permite ocasionalmente trasgredir esa bendita naturalidad con variaciones tonales, de timbre, alargamientos de sílabas, acelerandos, retardandos, y otras  piruetas sonoras para caracterizar a un personaje inclasificable. Un guiño, sin duda, al barroquismo que impregnaba las representaciones de la época y que aquí ha mutado en pos de lo esencial.

El gran teatro del mundo. Fotografía de Sergio Parra

El Pobre (Clara Altarriba), envuelto en sus harapos toca nuestra fibra más sensible con la triste palinodia de sus penurias y privaciones; está luminosa y esperanzada, casi beatífica en su aceptación de la muerte. En la misma línea la Discreción (Aisa Pérez) como símbolo de acendrada religiosidad y de cuyos labios surgen las más sentidas loas al Creador y a sus criaturas así como a la renuncia y al sacrificio; parece transfigurada ante la visión inminente de la vida eterna. Salvada la especificidad del Niño (Malena Casado) no nato condenado directamente al limbo, el resto de personajes, de un modo u otro vienen a simbolizar la fugacidad, la vanidad y lo ilusorio de la existencia humana fuera de la verdad revelada. Proporcionan los momentos más risibles de la comedia -muy bien administrados, por cierto por el director del montaje-; y más que ninguno el Rey (Jorge Merino), en un personaje grotesco, ufano, infantiloide, en paños menores y con unos atributos reales que apenas disimulan su imparable decadencia física.

Otrosí puede decirse del Rico (Pablo Chaves) y de la Hermosura (Yolanda de la Hoz). En ambos el cuerpo cobra un especial protagonismo para representar dos versiones no muy diferentes de Narciso; amanerado, indolente, fatuo, asiento de todos los vicios el primero, frívola y vanidosa la segunda paseando su palmito mientras se jacta de ejercer su imperio sobre los hombres. Su carcajada estridente y nerviosa ante el anuncio de su muerte se trueca enseguida en aceptación serena de su destino y en muestra de su arrepentimiento. El Labrador, en fin, representa al sempiterno descontento con su suerte; es quien con más vehemencia se opone a su designio y no hay vez que no intervenga que no maldiga “el trabajo y el sudor” llevando su disconformidad como un rasgo de su carácter hasta las puertas mismas de la muerte. Pilar Gómez hace del Labrador un tipo huraño, desconfiado y sentencioso un punto cazurro y obcecado cuyo desempeño provoca no pocas carcajadas.

Gordon Craig. 07-X-2024.

Ficha técnico artística:

Autor: Pedro Calderón de la Barca.

Dramaturgia: Brenda Escobedo y Luis Homar.

Compañía Nacional de Teatro Clásico.

Con: Clara Altarriba, Pablo Chaves, Malena Casado, Antonio Comas,Carlota Gaviño, Pilar Gómez, Yolanda de la Hoz, Jorge Merino, Aisa Pérez, Chupi Llorente Y Pablo Sanchez.

Escenografía: Elisa Sanz..

Iluminación: Pedro Yagüe.

Música: Xavier Albertí.

Dirección: Luis Homar..

Madrid. Teatro de la Comedia hasta el 20 de noviembre de 2024.

Acerca de Gordon Craig

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