domingo , 28 abril 2024

‘El pato salvaje’, de Henrik Ibsen: «El precio de la verdad»

Figura señera dentro del teatro decimonónico europeo Henrik Ibsen (1828-1906) es quizá el más genuino representante del denominado drama social. Profundo conocedor del alma humana y agudo analista del entorno supo conectar como nadie con la realidad social política y económica de su tiempo y dejar testimonio escrito de ese clima social y moral imperante en su época en obras imperecederas como Brand, Un enemigo del pueblo, Edda Gabler, la emblemática Casa de muñecas o esta misma que comentamos, El pato salvaje. En todas, a su modo, advertimos a la vez, un lúcido análisis de la psique de los personajes y de las fuerzas subterráneas que les impelen a actuar como lo hacen, y una demoledora crítica social centrada en revelar cómo las normas sociales impuestas entran en conflicto con las necesidades individuales de las personas conduciendo a estas a la infelicidad cuando no a un desenlace trágico. Tal es el caso de la obra que nos ocupa. Pero no adelantemos acontecimientos.

Como en Casa de muñecas, también en El pato salvaje la acción se implementa sobre la red de secretos, medias verdades o simple y llanamente mentiras que enmarañan -y terminan por pudrir- la convivencia en el seno de la familia burguesa, que es el blanco de la sátira inmisericorde de Ibsen. Sátira, que sea dicho de paso, no ha perdido ni un ápice de validez siglo y medio después de que fuera formulada, y que nos interpela con la misma contundencia que entonces. El primer acto finiquita literalmente la posibilidad de reconciliación del director Werle con su hijo Gregers, para el que había organizado -precisamente con esa intención- una multitudinaria fiesta de bienvenida tras 16 años de ausencia de la casa paterna. El segundo acto es de transición; el autor va soltando miguitas de pan o piedrecitas -según una técnica muy depurada por el dramaturgo- para que vayamos encontrando el camino que nos abre el pasado de los personajes y sus más recónditos secretos. En los actos tercero y cuarto se culmina la destrucción del idílico cuadro familiar creado en torno a Gina, Hjalmar y la dulce Hedvig, sólo perturbado por las manías y exabruptos del anciano capitán Ekdal, a quien se le va la mano con la bebida. Y en el quinto acto se consuma la tragedia, desencadenada por la evidencia de los hechos, y -pese a las sabias advertencias del doctor Relling-, por la estrategia infernal puesta en marcha por Gregers para liberar a los integrantes de la familia del universo de falsedades en el que, según él, han cimentado su ilusoria felicidad.

De hecho, y por sintetizar, es como si se enfrentaran dos visiones del mundo: la más permisiva o comprensiva con las flaquezas humanas y la del inflexible y dogmático Gregers guiado por su “imperativo ético” –por esa “enojosa fiebre de equidad”, en palabras del propio Relling- que le lleva a perseguir la verdad a toda costa. En el espléndido inicio del quinto acto, en un tenso intercambio de pareceres entre Gregers y el doctor Relling, este último explica cómo puede ser directamente pernicioso mirar a la realidad cara a cara y nos da su fórmula magistral para hacer habitable este mundo de injusticias: las “mentiras vitales”. Y profiere una frase contundente que sintetiza su filosofía de la vida: Si quita usted la mentira vital a un hombre vulgar le arrebata al mismo tiempo la felicidad”. Pero Gregers sigue erre que erre, imbuido de una obcecada obsesión por la “verdad” que le lleva a revelar a Hjalmar el pasado de su mujer y no deja de acuciarle para que reconozca que vive en una ciénaga de mentiras (“aferrado, como los patos salvajes heridos, a las algas del fondo del pantano”), como único medio para redimirse y empezar una nueva vida. Y se convierte, ineluctablemente, en inductor de la desgracia. La sagaz Gina, con esa intuición femenina innata para penetrar en el sentido profundo de los datos de la experiencia, ya lo había atisbado antes y lo expresa con una claridad meridiana -casi premonitoria- al final del cuarto acto: “¡Qué razón tenía Relling! Siempre suceden estas calamidades cuando se empeña un loco en emprender por cuenta suya la reparación de desgracias ajenas”.

Se trata, como vemos, de un texto profundo con unos diálogos densos y enjundiosos, dotado de una trama muy elaborada y con un desarrollo de la acción dramática minuciosamente estructurado para dosificar los clímax y anticlímax; un artefacto dramatúrgico, en fin, complejo de aquilatada calidad artística, técnica y hasta filosófica al que no sé si hace justicia el montaje de Carlos Aladro. Y ello debido, a mi modesto entender, a varias razones que pueden resumirse en una: el haber llevado demasiado lejos el intento de actualizar, de acercar al espectador de hoy el mensaje de una pieza escrita para un público decimonónico. Dicho en otras palabras, el montaje parte de una equívoca “lectura contemporánea del texto”, para expresarlo en el argot de los teatreros. ¿Qué sentido tienen si no esas breves interpolaciones explicativo-descriptivas de Berta, saliéndose del papel y convertida en una suerte de narrador-intermediario brechtiano dirigiéndose directamente al auditorio sino la de facilitar la comunicación con los espectadores? Tienen un insufrible sesgo de didactismo con relación a un texto, que como queda dicho -excepción hecha de su actualización meramente en el plano lingüístico- no necesita de muletas para llegar directamente al corazón del espectador. Otrosí cabe decir de la familiaridad con la que el doctor Relling, en pleno trance etílico, invita al público a compartir una cerveza o a sumarse al coro que interpreta el manido “cumpleaños feliz”.

Y lo mismo cabe decir del sesgo excesivamente jocoso que, en la construcción del personaje, adorna la personalidad huidiza, el carácter despreocupado, locuaz, inseguro de sí mismo y un punto ególatra, de Hjalmar. Es verdad que puede adivinarse tras muchas de sus réplicas un subtexto marcado por la intencionalidad humorística y que, explícitamente, al final del acto primero, Gregers hablando con su padre define a Hjalmar, literalmente, como “un hombre ingenuo y pueril” pero ello no autoriza a convertirlo ocasionalmente en una caricatura de sí mismo, en un verdadero cantamañanas. Lo que, además, le imposibilita para responder adecuadamente, es decir, coherentemente, a las situaciones de extremo dramatismo a las que tiene que enfrentarse.

El espectáculo se sostiene, empero, por el trabajo de los actores, incluido Juan Ceacero, con las salvedades que acabamos de hacer sobre el modo en que encarna el carácter del fantasioso, fracasado y mediocre Hjalmar. Hace reír al público en numerosas ocasiones con sus ocurrencias y nos depara algunas escenas de gran emotividad en las muestras de cariño y consideración con los que trata a su hija Hedvig. Dentro del catálogo de víctimas con que nos obsequia Ibsen, es precisamente Hedvig la que acapara nuestra mayor comprensión y afecto. Nora Hernández borda el personaje y construye una fidedigna imagen de una niña ingenua, tierna, dócil y vulnerable debido quizá a la benevolencia con la que ha sido educada a causa de su incipiente ceguera. Una parte no menor de nuestra indulgencia la reservamos para el viejo Ekdal, (acertada creación de Ricardo Joven) y para Gina, una espléndida Eva Rufo que sabe hacer hablar a sus silencios. Siempre en segundo plano, resignada, solícita, pragmática, defiende con determinación, sinaspavientos, su proyecto de vida: mantener unida a la familia, porque cree firmemente que eso la redime de sus errores pasados. Más plano nos parece el trabajo de Javier Lara. Hay que decir en su descargo que se trata de un personaje endiabladamente complejo, torturado por un pecado original que él no cometió, la estafa de su padre que dio con los huesos de su viejo socio y amigo Ekdal en la cárcel; se debate entre la figura de un insidioso manipulador y un obsesivo y exaltado predicador calvinista. Jesús Noguero resuelve con solvencia su doblete; y es una lástima porque, de alguna manera compiten, opacando una a la otra, las dos caracterizaciones de las que se hace responsable. Yo me quedo con el magnífico viejo cascarrabias, intempestivo, entrañable y encantadoramente cínico doctor Relling. De Pilar Gómez (Berta), no sabría qué decir, parece una señora de mediana edad, elegante, educada, correcta que se hubiera levantado de la butaca de al lado para subir al escenario, ayudar con el atrezo y el vestuario a los actores y en un momento determinado tomar la palabra para contarnos los grande y hermoso y profundo que es el teatro de Ibsen.

Gordon Craig, 19-V-2022

Ficha técnico artística:

Autor: Henrik Ibsen. Versión de Pablo Rosal.

Con: Pilar Gómez, Juan Ceacero, Nora Hernández, Ricardo Joven, Javier Lara, Jesús Noguero y Eva Rufo.

Espacio escénico: Eduardo Moreno.

Iluminación: Pau Fullara.

Dirección: Carlos Aladro.

Madrid, Teatros de la Abadía. 17 de mayo-19 de junio de 2022.

Acerca de Gordon Craig

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