jueves , 10 octubre 2024

‘El jardín de los cerezos’, de Anton Chèjov: “I want to break free”

En el texto -inusualmente largo- que, a modo presentación, escribe Ernesto Caballero para el programa de mano de la obra, hay una declaración de intenciones tan vehemente y categórica acerca de su pretensión de huir de los viejos clichés del “canon chejoviano”, que uno imagina a éste inteligente dramaturgo y, por lo general, cuidadoso y ponderado director escénico, poseído por el mismo ímpetu trasgresor que animaba a los integrantes de Queen interpretando en los pubs londinenses allá por los 80 su provocadora “I want to break free”. La referencia me la presta el propio Luis Miguel Cobo -responsable de la música del montaje y estrecho colaborador de Caballero- quién inopinadamente (y supongo que como elemento de modernización de la puesta en escena) ha recuperado esa melodía para la sesión de karaoke que ha preparado Liubov Andréievna Ranévskaya como colofón rockero de la fiesta de máscaras del inicio del tercer acto.

Suena un poco excesivo. Como las cantosas zapatillas de Yepihodov, los ocasionales accesos de histeria de Dunyasha, o el alarido estentóreo de Sharlotta antes del mutis del último acto, … Pero no dejemos que los árboles nos impidan ver el bosque -o quizá sería mejor decir el jardín-, porque el montaje recupera lo nuclear de ese bosque frondoso de recuerdos, sentimientos, deseos, emociones, sueños, simulación, engaños, odios, servidumbres y afán de revancha que constituyen la esencia misma de la vida y que laten en los personajes de la pieza; una obra imperecedera que ha resistido como pocas los embates del tiempo y de la que cada nueva versión revela detalles que hasta ahora habían permanecido en la sombra.

Quizá no sea ocioso recordar sucintamente el argumento. Tras cinco años de ausencia la señora Ranévskaya vuelve a su querida mansión en el campo para enterarse de que no queda otro remedio que subastar la finca familiar para pagar a los acreedores. Lopahin, un adinerado hombre de negocios local, descendiente, por más señas, de una familia de siervos de la casa, le ofrece una posibilidad de salvar la hacienda: vender el terreno que ahora ocupa el huerto de cerezos por parcelas y hacer casas para alquilar a posibles veraneantes, a lo que la señora Ranévskaya se niega tajantemente aduciendo razones de índole sentimental. Así que no queda más que esperar a la resolución de la subasta.

En un breve lapso de tiempo -apenas un par de semanas, entre la llegada de Liubov a la casa y la partida definitiva de toda la familia tras la subasta- Chéjov nos ofrece un friso completo de una forma de vida señorial llamada a desaparecer; la de los grandes terratenientes diletantes y ociosos preocupados únicamente por distraerse y disfrutar de unos privilegios y de una posición heredados mientras dilapidan su fortuna en saraos y fruslerías, sin darse cuenta de la profunda transformación social que ya está en marcha y que terminará por barrer a todos los miembros de su clase de la faz de la tierra. En ese sentido la pieza tiene un cierto carácter profético y representa un mundo que agoniza, el de señores y siervos y un mundo nuevo representado por Anya y por Petia.

Ernesto Caballero, autor también de la versión, revela toda la complejidad de la obra, la seriedad y el dramatismo de muchas situaciones, su vertiente social, que la tiene, y su carácter vodevilesco, por ejemplo, en los devaneos de la casquivana Dunyasha (Karina Garantivá), en el tono festivo y desenfadado de muchas escenas o en el talante bufonesco con el que se desenvuelven muchos de los personajes, empezando por la prosopopeya del engreído aristócrata Leonid Andréievich Gayev (un tanto anodino Secun de la Rosa) y terminando por el torpe y amanerado Yepihodov (Paco Déniz).

Capta, asimismo, la atmósfera decadente, y el “grandeur” trasnochado y caduco propio de la alta sociedad de su tiempo, pero con unos personajes sometidos a constantes cambios de humor, derivados a veces de su natural voluble y caprichoso como la propia Andreyevna, de la euforia provocada por los vapores del champán, del latido de la naturaleza o de la honda tristeza y melancolía de los recuerdos, sentimiento que se hace particularmente intenso en algunos momentos como en el recuerdo del hijo ahogado o en la súbita visión de la madre al final del sendero, en el acto primero.

Hay una calculada y precisa administración del espacio y del movimiento escénicos, en un escenario de gran profundidad, con múltiples planos en los que se desarrollan acciones simultáneas. A la espectacularidad de algunas escenas -excesiva, a veces, ¿pero quién se sustrae a las posibilidades técnicas que ofrecen los grandes teatros nacionales?- hay que añadir la atención que se presta al inicio y final de los respectivos actos en que está estructurada la pieza y el cuidado con el que están preparadas y ejecutadas escenas cruciales para el desarrollo de la acción, como el entrañable vis a vis de Anya y Varya, del primer acto, el cruce de impresiones de Lyuvob con Petia o la escena de Varya (Miranda Gas) con el irresoluto Lopahin (estupendo Nelson Dante) del final del cuarto acto, cuando este, apremiado por Lyubov y por los preparativos para la partida, intenta sin éxito declararse a la joven.

Un elenco, en fin, bien afinado, que completan entre otros Isabel Madolell en una jovencísima y un tanto apagada Anya, el veterano Chema Adeva, curtido en mil batallas, en el viejo parásito achacoso y bonachón Simeónov-Pischik; Tamar Novas en el eterno estudiante Trofimov cuya figura desaliñada, su apariencia de estar por encima del bien y del mal y su retórica de visionario viene a ser una clara metáfora del futuro revolucionario. Isabel Dimas que reduce –con acierto- al anciano ayuda de cámara Firs al rango de figura espectral, un estorbo al que nadie hace caso, un testigo incómodo de un pasado destinado a morir con la propiedad. Carmen Machi, por último, hace un aquilatado y poliédrico trabajo como la señora Andréievna Ranésvskaya: cariñosa, afable, desprendida, padece una suerte de apego enfermizo a los recuerdos de su infancia (materializados en esa enorme casa de muñecas que enseñorea la escena) y de una mezcla de inmadurez y de sentimiento de culpa; presa de una suerte de inconsciente frivolidad está incapacitada para ver la cruda realidad de la ruina de la familia y de su incierto futuro.

Gordon Craig,12-II-2019.

Ficha técnico artística:

Autor: Anton Chéjov.

Con: Chema Adeva, Nelson Dante, Paco Déniz, Isabel Dimas, Karina Garantivá, Miranda Gas, Carmen Gutiérrez, Carmen Machi, Isabel Madolell, Fer Muratori, Tamar Novas y Secun de la Rosa.

Escenografía: Paco Azorín.

Iluminación: Ion Aníbal

Música y espacio sonoro: Luis Miguel Cobo

Versión y dirección: Ernesto Caballero.

 Madrid. Teatro Valle-Inclán.

Hasta el 31 de marzo de 2019.

Acerca de Gordon Craig

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